Fragmento 3 del primer capítulo.
Como ya sabréis, he comenzado una campaña de Crowdfunding para publicar mi primer libro, Almas Indolentes, y cada semana voy a publicar un fragmento del primer capítulo para que vayáis conociendo los primeros compases del libro. Si ya habéis leído las dos partes anteriores, aquí podréis ver cómo continua la historia:
Al acercarse sutilmente a la zona de peligro, de donde las sirenas de auxilio provenían, Cástor Valea y sus compañeros de facción comprobarían con sus propios ojos que la situación era peor de lo que habían imaginado: múltiples Soberanos habían atravesado ya el área de contención, y se hallaban causando estragos en el interior del vestigio. Algunos de ellos eran de un tamaño descomunal y amenazador, y su mera presencia acongojaba al soldado más veterano.
Al igual que el resto de “seimos”, como se conocía a las criaturas que moraban bajo el Mar de Cristal, los Soberanos eran seres nacidos del mismo Planeta que se habían extendido por el mundo junto a la niebla celeste que trajo consigo la terrible Gran Catástrofe. Compartían con sus congéneres como rasgo más característico una profunda aversión hacia el ser humano, lo cual parecía ser su razón de ser, además de un aspecto medianamente similar, pues todos los seimos compartían una fuerte y rugosa constitución que era comparada a veces con la de bestias de épocas prehistóricas, posiblemente de antes siquiera de que el hombre poblara el mundo, pero su piel del color de la niebla envolvente y su moribunda y triste expresión les daban un aspecto particular y único.
Los Soberanos en concreto eran los tipos más peligrosos de seimos conocidos; quizá no los más letales, pero sin duda los más agresivos y temibles, cuyo aspecto físico destacaba por su gran tamaño y la peculiar manera de moverse, arrastrando su corpulento vientre por el suelo con ayuda de sus enormes patas, además del particular pelaje rígido y duro como el de un enorme puerco. Sus gigantescas y afiladas garras eran sin duda su rasgo más característico, sin embargo, pues sobresalían tanto de sus patas que casi parecían sostenerse sobre ellas. Su letal uso era su mayor ventaja a la hora de enfrentarse a sus presas, a quienes embestían sin dudar para luego desgarrarlas con frialdad.
Ninguno de los humanos que se hallaba aquel día en el antiguo asentamiento en ruinas estaba acostumbrado a combatir contra criaturas tan intimidantes como los Soberanos, a quienes no dudaban en evitar a toda costa, así que no era difícil percibir el auténtico pavor que se respiraba en el ambiente. Sentimientos que serían especialmente pronunciados en los específicos casos de los novatos Cástor Valea y su compañero, Nayen Torel, quienes no tenían apenas experiencia en la lucha fuera de sus entrenamientos, y esta sería la primera vez que verían de cerca a ese tipo de bestia tan temido.
Tras apartar grandes escombros siguiendo una de las calles principales, desplazándose con celeridad pero cautelosamente, el equipo del que Cástor formaba parte visualizó por fin a una de estas criaturas, que se movía veloz hacia ellos atravesando el camino entre edificios con paso firme y decidido. Su feroz disposición amedrentó la voluntad de los valientes soldados que, aunque mucho más numerosos, no se creían capaces de enfrentarse a la bestia. Tan pronto como pudieron, mientras gritaban para aumentar su motivación, mandarían una lluvia de flechas hacia la posición de su oponente, pero apenas haría aminorar el firme paso del feroz atacante.
Desde la retaguardia del escuadrón, Cástor y Nayen observaron cómo la temible bestia desollaba cruelmente a uno de sus compañeros de vanguardia una vez alcanzase su posición, mientras otros trataban de aprovechar la situación para clavarle la lanza en la cabeza o el torso, y todo mientras en la distancia y más allá de los derruidos edificios contiguos, alcanzaban a visualizarse más terribles y poderosos Soberanos de la más diversa índole y tamaño enfrentándose a sus compañeros, tratando de acabar con todo signo de ser humano en el derruido emplazamiento.
El caos en el vestigio era intenso y mortal; salvajes gritos de dolor y sufrimiento acompañaban los aullidos de las bestias mientras multitud de flechas sobrevolaban los caminos y los edificios, todo acompañado de una fuerte lluvia que cada vez más intensamente caía sobre el terreno maldito mientras la oscuridad se apoderaba del entorno.
Un profundo miedo a morir perturbó a Cástor, y se quedó completamente paralizado mientras observaba pálido cómo sus compañeros, tras aniquilar por fin al seimo con un ataque conjunto, avanzaban cautelosamente siguiendo la gran calle en dirección al foco del conflicto. Comprendió entonces que no se sentía en absoluto preparado para una situación así. Se paró en seco junto a un largo callejón entre elevadas ruinas a su izquierda, aun sujetando el arco que no pudo siquiera llegar a utilizar, donde en su interior una bestia de terrible aspecto aunque menudo tamaño, devoraba con alevosía a uno de sus compañeros de facción, el cual posiblemente había tratado de huir presa del pánico. Asombrado ante tan cruda visión, de la cual no podría apartar la mirada un solo instante, no consiguió sin embargo reunir fuerzas para levantar el arma y auxiliarle. Seguramente sería en vano ya, de todas formas.
«¿Cómo se ha llegado a esto…?», se preguntó entonces, con la mirada perdida y temblando. En verdad, sabía en el fondo que carecía de sentido reflexionar sobre el motivo de tal catástrofe, pues los seimos se caracterizaban por la imprevisibilidad de sus actos y su fervor odio hacia la especie humana, pero era algo sin embargo inevitable ante el terrorífico pavor que sentía en aquellos momentos el joven. No era un incidente para nada inexplicable y único aquel, aunque sí bastante extraordinario, pues en cualquier otra ocasión el peligro habría sido notificado con suficiente antelación como para tomar medidas cautelares, evitando así desastres como el presente. Aun así, todo soldado de fe viajaba siempre con la certeza de que algún día, en algún remoto lugar, viviría una situación similar a aquella; llegado el momento, sin embargo, nadie parecía estar preparado para afrontarlo.
Repentinamente, mientras Cástor se agitaba inmóvil sin saber cómo lidiar con los eventos que le rodeaban, la bestia que se regocijaba con su presa en el callejón se percató de su presencia, y, sin dudarlo un momento, acudió impulsivamente hacia él a toda velocidad de forma instantánea, provocando que el joven soldado se sobresaltara y diera unos pasos hacia atrás. No había ya tiempo para preparar un fuego que le ayudase a mantener al pequeño Soberano a cierta distancia, lo cual siempre resultaba infalible si se quería evitar el contacto directo con el objetivo, y los compañeros que portaban las “antorchas iridiscentes”, imprescindibles en cualquier incursión a La Hondonada, ya se hallaban alejados más adelante en la gran calle, posiblemente combatiendo contra otras criaturas más temibles, por lo que no había grandes esperanzas para él de sobrevivir. Se hallaba solo ante la bestia, pero sabía que de nada le serviría huir, pues el final sería el mismo.
Esforzándose por mantenerse sereno y concentrado, a pesar del terror que le invadía los huesos, se deshizo de su cinturón de hierro en donde aún guardaba la pequeña roca que había hallado hacía rato en la plaza, lanzó el arco de acero a un lado, y agarró con firmeza la lanza de acero que sostenía en su espalda, tomando entonces una posición de defensa, tal y como había sido entrenado. En aquel momento no pudo sino desear tener a su hermano junto a él, a quien admiraba por su gran destreza y valor.