Hay muchos misterios e interrogantes sobre la época previa a la Gran Catástrofe que asoló el mundo humano, enigmas que aún hoy siguen saliendo a la luz y cuyas respuestas solo el tiempo y la incesante sed de conocimiento pueden ofrecer. Pero también hay preguntas que nadie haría, cuyas respuestas están perdidos en el flujo del tiempo. Preguntas que ni las civilizaciones previas al cataclismo se hacían, pues nadie conocía de tales hechos. Preguntas sobre los orígenes de la raza humana, la civilización previa a los Primeros Hombres, y la época de la Historia que conocemos como la Edad Perdida, que se remonta a tantos miles de años atrás que es imposible determinar una fecha aproximada.
Según consta en los informes secretos, conocidos solo por unos pocos privilegiados, las primigenias criaturas que en algún momento de la historia evolucionaron en humanos, eran unos seres de confusa naturaleza conocidos como daérumas, muy diferentes a como son en la actualidad. La evolución los había llevado por un camino diverso, no solo en apariencia, sino en sus hábitos y su forma de vida; nada tenía que ver con la que adaptarían posteriormente. La cultura daéruma estaba en completa armonía con todas las cosas que forman este mundo, con la esencia misma del Planeta, y creaban una verdadera sinergia de fuerzas naturales entre el hombre y su medio.
Esta auténtica comunión de energías, este paralelismo de trascendencia evolutiva entre el Planeta y sus más queridos vástagos, otorgó a esta peculiar raza una posición privilegiada entre los distintos seres que habitaban el mundo. Tal era el nivel de armonía que los antiguos daérumas mostraban con su entorno, y tal el profundo sentimiento de participación en el desarrollo y evolución del mundo en que habitaban, que su estilo de vida era muy diferente al del resto de especies coetáneas: a pesar de su naturaleza endeble y sus escasas posibilidades naturales de supervivencia, eran capaces de sobrevivir a solas en el mundo salvaje sin correr peligro alguno. Esto era debido a que, al formar parte de la energía del Planeta, al tener conectada su alma a la misma Raíz, el núcleo que da forma a todas las cosas, gozaban del privilegio de manipular el entorno natural a voluntad.
Esta antigua especie se servía de extraordinarias habilidades de manipulación de la materia, lo que les hacía increíblemente poderosos, y por ello no precisarían de facultades físicas o intelectuales adicionales para sobrevivir. Sirviéndose de estas increíbles habilidades otorgadas por el mismo Planeta, estos seres moldeaban su entorno a voluntad para obtener seguridad y todo aquello que deseasen de sus alrededores, sirviéndose para ello de la energía que provenía de su espíritu, que estaba en constante contacto con las fuerzas naturales que les rodeaban. En constante armonía.
Según consta, los daérumas nunca usaron su poderoso don con mala fe, lo cual es lógico teniendo en cuenta que estos seres primitivos todavía no habían desarrollado la conciencia y la voluntad propias de su estado póstumo. Aún no discernían entre bondad y maldad, entre luz y oscuridad. Su respeto y admiración hacia todo cuanto el Planeta, su progenitor, había creado no conocía límites.
Sin embargo, en cierto momento de su evolución, este don cada vez más poderoso llegó a poner al Planeta bajo una seria amenaza.
Aunque no existen datos precisos sobre este suceso de la Historia de la Edad Perdida, se sabe que las poderosas energías que manejaban los daérumas desencadenaron un terrible acontecimiento en una zona de gran afluencia del mundo: los Montes Valhos. Esta región gozaba de un gran significado espiritual para ellos y lo consideraban su lugar de nacimiento y creación, una zona que incluso en los tiempos de la Edad Vetusta, la época posterior, era aún considerado como una región sagrada; según las leyendas, allí se encuentra el punto más cercano a la Raíz del Planeta que se puede alcanzar en la superficie del mundo. Dadas sus especiales cualidades energéticas y lo que significaba para ellos, los daérumas, cada vez más numerosos, lo transitaban con fervor. Y en cierto momento, la gran comunión de fuerzas manipuladoras en un punto concreto varió en exceso el estado original del entorno, hasta crear un gran campo magnético que atrajo una gran roca espacial. Este meteorito atraído por ellos colisionó de lleno en los Montes Valhos, en el corazón mismo del Planeta, y le causó una profunda herida de la que tardó siglos en regenerarse. Su cicatriz nunca desapareció.
A raíz del trágico y transcendental acontecimiento, la noble raza de los daérumas lloró por lo que habían provocado a su querido Planeta. Tal fue su tribulación, su malestar consigo mismos, que replantearon su papel en la evolución. Al haber colisionado el meteorito en una zona de tanta importancia para ellos, de tanta afluencia, se sentían culpables, y su orgullo como especie privilegiada se desvaneció. Su don se convirtió en una maldición, y surgió la idea general de abandonar el don con que el Planeta había dotado injustamente a su desgraciada especie; no se creían ya merecedores de tal honor. Así, separaron su energía de la Raíz y prohibieron el uso de las peligrosas habilidades manipuladoras para siempre, en aras de forjar su propia historia como una criatura independiente de la Raíz.
Expuestos a los peligros de la naturaleza, como cualquier otro ser vivo, descubrieron que carecía de posibilidades de supervivencia. Su extinción se presentó inevitable. Hasta ese momento de la historia, no precisaron nunca de habilidades adicionales para evitar los peligros del entorno; su privilegiada condición espiritual les había librado de tales preocupaciones. Ahora, desnudos ante el mundo natural, se sentían expuestos y débiles. Acostumbrados a dedicar la mayor parte de su tiempo al desarrollo del alma, a concentrarse en los vínculos de su energía con la del mundo, estos seres encontraron con este nuevo estilo de vida que la mera supervivencia demandaba la mayor parte del tiempo y el esfuerzo. Sin embargo, como raza evolucionada y única que eran, pronto encontraron soluciones alternativas para hacer su supervivencia plausible.
Comenzó su interés en las ciencias físicas y sociales. Las nuevas generaciones que surgieron tras el drástico cambio de mentalidad, ajenos a los gloriosos tiempos como manipuladores, desarrollaron pequeños asentamientos en los que convivían y se ayudaban los unos a otros en pos de la supervivencia general, pasando así a llevar un nuevo modo de vida sedentario y hogareño. Después de rechazar con resignación los poderes que el Planeta les otorgó, esta renovada raza desarrolló facultades inéditas hasta entonces en ser alguno, como la inteligencia y una profunda consciencia, también fruto de su extraordinario estado mental y espiritual. Descubrieron, con el tiempo, que no necesitaban la sinergia con el Planeta para su supervivencia. Siguieron desde entonces su propio camino independiente como un nuevo ser, el humano.
Sin embargo, la nueva tendencia rechazadora de los poderes manipuladores no fue aceptada por todos ellos. Diversas culturas a lo largo y ancho del mundo mostraron desde un principio el rechazo a este brusco cambio de mentalidad, que cada vez tomaba mayor protagonismo y relevancia. Negaban que esa alternativa radical fuera la solución para la supervivencia del Planeta. No veían lógico que renegaran y olvidaran las características que habían definido a su especie a lo largo de toda la Historia.
Aceptaban que la caída de la roca espacial sobre los Montes Valhos fuera una tragedia universal, y eran conscientes de que convenía recapacitar a fondo sobre lo que habían causado, pero lo consideraban solo un bache que debían superar en el camino a la perfecta evolución. No creían que fuera una señal de que el mundo corriera peligro. La manipulación de la materia era un don especial otorgado a los daérumas por el Planeta mismo, y renegar a él lo creían innecesario e incluso antinatural. Consideraban que, después de todo lo que habían progresado en ese aspecto, merecían una segunda oportunidad. Después de todo, psicológica y espiritualmente eran una raza muy desarrollada, pero como animal salvaje carecían de facultades extraordinarias que les permitieran sobrevivir en un entorno tan peligroso y hostil. No les habían sido otorgadas porque nunca las habían necesitado.
Así, la ancestral raza de la Edad Perdida se vio fragmentada en dos estilos de vida, cultura, y mentalidad completamente diferentes: los nuevos seres humanos, que apoyaban la ruptura, y los Reluctantes, los daérumas reacios al cambio. Desde un principio, la idea de la ruptura fue más apoyada por las nuevas generaciones, sobre todo cuando, pasado un tiempo desde la caída del meteorito, los asentamientos humanos demostraron su buen funcionamiento en materia de seguridad y evolución. Cada vez más Reluctantes se animaban a probar este nuevo estilo de vida que consideraban beneficioso para el Planeta, y, al comprobar que era posible sobrevivir usando solo la evolucionada mente propia de su especie, sin poner en peligro al Planeta, se convirtió en el sistema dominante.
Hasta tal punto prevaleció el nuevo sistema, que llegó un momento en que la manipulación de la materia se prohibió bajo pena de muerte. De este modo, incluso las culturas más rechazadoras de esta nueva mentalidad se vieron en la obligación de adaptarse a las nuevas costumbres, o bien morir en el intento de hacer perdurar aquella prohibida tradición. Esta caza de rebeldes duró largo tiempo, pero al final, el rastro de los Reluctantes desapareció de la faz del Planeta. Su leyenda se perdió en el flujo del tiempo, y con ellos, el recuerdo de los antiguos daérumas se desvaneció hasta ser completamente olvidado.
Sigue en Contexto Histórico 2: La Edad Vetusta y la Gran Catástrofe